Al llegar a Valparaíso, cuando me bajé en la terminal, me di de bruces con algo inesperado. Aquel lugar que se desvelaba ante mí no podía ser más diferente de la idea que su nombre evocaba en mi mente. Se asemejaba más a un descampado en el infierno que a un valle en el paraíso. Mis ganas de conocer aquel lugar colisionaron contra una ciudad decadente. Mugrienta. Desatendida. Abandonada a su suerte en algún punto de su historia reciente. Un difuso reflejo en el opaco espejo del tiempo.
Una antigua torre-reloj arrinconada en una diminuta plazoleta frente al mar, que por los pelos ha conseguido esquivar el abrazo de una autovía elevada. Nadie habría cedido un solo suspiro por ella de haber perdido la batalla. En una enorme avenida de la costa, entre decenas de enormes palmeras, un grupo de chabolas atrae la mirada de cualquiera que pase por allí. Destartaladas, asediadas por la basura, parecen un nuevo modelo de arquitectura mediante collage de material reciclado. A ambos lados de la avenida antiguos edificios industriales, antaño majestuosos, consiguen mantenerse erguidos pero deslucidos. Sin brillo. Según avanzo hacia los cerros abandonando la estrecha superficie llana frente al mar, no puedo evitar preguntarme si habrá sido un error acercarme hasta esta ciudad.


Cuando asciendes la primera pendiente empiezas a entender el verdadero carácter de Valparaíso. La ciudad construida sobre cuarenta y cuatro cerros. El verdadero Valparaíso está en las alturas. Quizá de ahí su nombre. Un amasijo de callejones, escaleras y calles asimétricas que se entrecruzan ascendiendo por empinadas colinas. Al poco de adentrarte en sus calles, tu respiración es lo único que rompe el silencio. Y en ese momento de sufrimiento, mientras tratas de ubicarte dentro del laberinto de callejuelas, es cuando tu mente comienza a entrever la realidad oculta bajo el polvo.
Sin pretenderlo te detienes. No para recuperar el aliento sino sorprendido por el poder de atracción que la vieja ciudad empieza a ejercer sobre ti. Tan sucia, tan descuidada, tan vieja que a duras penas parece mantenerse en pie. Pero según avanzas empiezas a percibir un sentimiento cada vez con más intensidad. Orgullo.
Te mueves por sus calles procurando no tropezarte en sus aceras irregulares, sin poder dejar de mirar los murales dibujados a ambos lados de la calle. Y de repente das con un detalle familiar. Resulta que no es la primera vez que pasas por ese lugar. Y te da igual, ya que esa es otra particularidad de Valparaíso: puedes caminar por una misma calle en ambas direcciones y que aun así te resulte completamente distinta. Y da igual cuantas veces la recorras. Siempre te sorprendes con algún nuevo detalle que hasta entonces te había pasado desapercibido.
En ocasiones te encuentras a mitad de unas escaleras con una pintura que alguien hizo hace muchos años. Apenas visible. Descolorida. Sin vida. Aunque eso no es así. En esta ciudad nada muere. Solo se hace a un lado. Esperando renacer cuando alguien le dé un nuevo significado.
Es como si las paredes de Valparaíso tuvieran vida propia gracias a la eterna batalla que desde hace años se libra en la ciudad, en un intento de dejar su imprenta para así evitar ser absorbido por el mar del olvido. Eso es lo que representan esas pinturas. Una lucha sin cuartel por ver quien es capaz de acaparar el mayor número de miradas. Hacer un mural con el poder de modificar el flujo de gente. Predominar sobre lo que te rodea. Prevalecer. Ser por unos segundos lo único presente en la mente del observador. Y solo en ese momento de aislamiento es posible ver el alma de esta mágica ciudad. Una ciudad como otra ninguna.
Finalizo con una frase que me encontré en el museo de la memoria y de los derechos humanos de Santiago de Chile:
Si no se pudo evitar la destrucción de las vidas de quienes desaparecieron, si puede evitarse que se destruyan también sus muertes
…parece un pueblo desierto. Bonito, eso sí. Esperaba algo más blancuzco 😉
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Yo lo conocía por esto, aunque ahí no sale toda la poesía que sale de sus paredes.
Ikaragarria Julen!disfruta!!!
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